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Perder el tiempo: estar en común

MAGDALENA QUIJANO

 

 

El juego, como la utopía, comparten la promesa de una actualidad: nunca se agotan, ya que ambos invitan y son a la vez, la práctica de perder el tiempo. Valiéndose de las retóricas de lo lúdico y a través de la recreación de símbolos e imágenes propagandistas recuperadas del periodo de la Unidad Popular, Camila Ramírez presenta una habitación sin tiempo; un espaciamiento que se sitúa al límite entre un arrojo al futuro impulsado por las retóricas del porvenir, el retorno al pasado en el rescate de sus formas subsistentes y un presente suspendido en la ausencia de cronograma o proyecto.

 

La exaltación del trabajo como la principal herramienta emancipadora en las narrativas socialistas, es tensionada a partir de su materialización como piezas recreativas que rememoran las formas y los discurso triunfalistas. El imperativo al progreso se devalúa en las pausas, los recomienzos y la transitoriedad de la victoria y el fracaso. Todo juego opera sobre las reglas que lo hacen posible, como una dinámica que se significa en su obramiento, pues los juegos pueden ser interrumpidos, los descansos son parte de su estrategia y los reinicios su potencia atractiva.

Las piezas gráficas, sintetizadas en un rojo auroral, recuerdan la elevación del trabajador como el sujeto revolucionario llamado a vencer, aquel universal masculino que se alzaba sobre los otros cuerpos. Estas imágenes narrativas, se restituyen quebradas por las lógicas del juego. Como sucede con los recuerdos, observamos la fragmentación de una imagen para pensar una masa que se hace hoy multitud. La reunión, supone sabernos fragmentados, como piezas de rompecabezas, no existe unidad, más bien recortes. Tampoco le es propio un punto de partida o un centro del cual dependa el resto de las partes, la imagen depende de cada pieza puesta en su lugar, al borde de su desarme.

Participar de un juego es un modo de estar en común, libre de las lógicas de la productividad. La política, también consiste en el juego de tomar decisiones, ese movimiento perpetuo, que, como toda jugada, se haya sujeto a las reglas y estructuras que permite su realización, es decir, en contacto, dependiente y afectado por las decisiones de otros que acompañan y participan también del juego. El acrónimo de la frase: “Vota por Allende” (V, X, A) se nos presenta como un trepador infantil, forjado en una estructura de fierro en el que descansan y resisten cuerpos solitarios. Se trata de colgar de un símbolo, sostenerse al andar y poner el hombro o servir como impulso.

 

De este modo, asistimos al encuentro de miradas extraviadas que se cruzan y pierden en sus labores, esperas, descansos, abandonos. Son cuerpos silenciosos, que se escuchan y comunican en los gestos donde el lenguaje es impotente y adolece de la vitalidad que ofrece el error. Una pausa es una jugada más, las caídas son breves descansos sin los cuales no se podría volver a partir. Al intentar avanzar, sin dañar al otro, acontecen choques en los que se reconocen y desfiguran los propios límites. Cada decisión y posicionamiento es un ejercicio de interpretación y traducción.

 

En el juego operan reglas y se practican dinámicas que funcionan respetando un inicio y un final, pero que se diferencian de las proyecciones lineales y progresivas del tiempo moderno, dado que no se aprecian en la valoración especulativa de sus resultados. Mas bien, parecen operar sobre una ausencia de medida y por ende de progresos. Lo propio del ejercicio lúdico, consiste en la capacidad de entrar en un tiempo y espacio abstraído del mundo, lo que reluce una de sus características fundamentales, la de ser puro y permanente movimiento.

Las piezas se proponen como en un salón de juegos para adultos, adaptadas a las escalas y temáticas que se asocian a ese rango etario: con la altura, distancia y seriedad requerida, pero tensionadas por la interacción que la estructura central sugiere. Un juego incentivado por los videos que en la primera sala enseñan la variedad de movimientos posibles. Una dinámica que abre también la posibilidad de vincularse con el placer que se tiende a oponer al cumplimiento de una obligación. Tanto el formalismo laboral, como artístico, son suspendidos en lo que estas piezas comprometen para quien decide entrar en esta sala de juegos. La dimensión infantil, asociada a lo lúdico, es tematizada en un universo aparentemente maduro, donde conviven indistintamente adultez e infancia. Del mismo modo en que presente, pasado y futuro se entrecruzan en la actualidad y potencian interrogantes que parecen permanecer y nunca ser respondidas por completo.

 

El juego, es una actividad libre pero reglamentada que funciona sobre la incertidumbre del resultado, por eso si bien es proyectado hacia un término, asume la derrota como algo esperable y no por ello pierde su sentido. Las reglas son dispuestas al servicio de la imaginación, es por ello que repetir un juego no se torna aburrido, más bien presenta la oportunidad de imaginar otro tipo de movimientos y combinaciones. Esa cualidad recreativa que lo caracteriza es también esa posibilidad de pensar las reglas ya no como imposiciones restrictivas, sino como las armas con las que se vale para jugar, de este modo, se puede decir que no limitan su sentido mismo, más bien lo hacen posible.

 

A su vez, un juego es un modo de reunión que se caracteriza por albergar un conjunto de objetos que pertenecen a algo sin ser lo mismo, es decir, singularidades que en su relación constituyen un sentido. Quizás, ese elemento que hace del juego un encuentro entre diferentes, es el deseo de querer participar en un espacio donde se pueda imaginar en común. Y si se trata de interrogantes, la pregunta respecto a cómo sería posible la participación en una comunidad sin sacrificar las diferencias, tiene en el juego una salida que, sin agotar ni cerrar el problema a nuevas formas, ofrece una práctica esperanzadora, ya que es propio del juego ese movimiento vital del ir y venir sin vínculo con fin alguno, como bien ya había señalado antes Gadamer.

 

No se trata de la persistencia en un pasado al que se retorna como el origen, sino, justamente de su actualidad en la interpelación de la promesa que yace en ellas. El juego no se opone a la razón, pero si se relaciona con su imposibilidad, con el fracaso de la vigilancia de la conciencia, aquella que busca juzgar lo posible e imposible. De este modo, Camila Ramírez, nos invita a pensar en perder el tiempo como una resistencia a la productividad, como un posicionamiento político, aquello que podría ser ganancia o privilegio de los artistas y buenos jugadores.

*Este texto fue escrito en el contexto de la exposición individual Perder el tiempo (2020) Galería Gabriela Mistral, Santiago, Chile.

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